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La prueba que menos fluctúa del atletismo olímpico, la altura masculina, disciplina que desde 2004 se gana en una horquilla de dos centímetros entre 2,36 y 2,38, en la que aún gobierna el récord de 1995 de Javier Sotomayor (2,45) se dilucidó por primera vez en la muerte súbita.
Hasta 2,36 llegaron el neozelandés Hamish Kerr, el campeón del mundo indoor en Glasgow, y el estadounidense Shelby McEwen, especialista en los concursos de mates que se recicló para este deporte en la universidad. Ninguno pudo con los 2,38, la barrera en la que también se la jugó el qatarí Mutaz Barshim para intentar defender sin éxito, con un intento aislado, el título de Tokio 2020, el que compartió con el italiano Gianmarco Tamberi en uno de los gestos más simbólicos, pero también más polémicos de la historia del atletismo. El asiático, mermado por problemas físicos, había fallado en 2,36 dos veces y se guardó esa bala que marró.
Obligados por esa circunstancia que aconteció en el Olímpico de Tokio hace tres años y que llevó a World Athletics a idear una norma para atribuir un solo ganador, Kerr y McEwen comenzaron su careo. Saltaba primero el estadounidense. Lo intentaron en 2,38 en vano. Bajaron a 2,36 y tampoco. Por fin en 2,34, Kerr, un saltador altísimo (1,98), lo franqueó con limpieza.
Tamberi, el otro saltador protagonista de aquel episodio del empate, hacía tiempo que había sido eliminado. Ha padecido un proceso de cólicos. Vomitó horas antes en el hospital, pero en una decisión temeraria, o valiente según se mire, quiso estar en la final. Apareció encapuchado por el túnel en la presentación, pero ahí se acabaron los gestos que han caracterizado su carrera. En el asalto al listón para aterrizar sobre la colchoneta le faltó de todo: velocidad, fuerza, vuelo, elasticidad. Pasó 2,17, superó a la tercera los 2,22 y cometió tres nulos en 2,27. Sus lágrimas conmovieron al Stade de , que lo despidió con una ovación.